El deber de votar: he aquí un tema muy central de la Moral política de hoy, en el que el magisterio episcopal no ha dejado de pronunciarse en la España anti-cristiana de hoy, invocando, aunque no sea de manera expresa, la doctrina del “mal menor” (…).
Desde nuestro punto de vista (…) la participación en las elecciones implica, ante todo, una aceptación de los principios del sistema. Como hemos dicho ya, y hemos explicado en otras ocasiones anteriores, el voto se compone de una opinión –la opción personal- y un acto de voluntad, que no tiene por objeto esa misma opinión, sino, -y esto es lo más grave- la aceptación del resultado del escrutinio. Quien emite el voto –sea electivo sea legislativo –viene a decir: “yo opino que esto es lo mejor, pero en todo caso acepto y quiero lo que del resulte del escrutinio”. Esa es la “volonté générale” del liberalismo. Es decir, votar es aceptar el sistema impuesto, como, en cualquier competición deportiva, el que toma parte en ella, aunque pugne por vencer, acepta las reglas del juego y acepta el resultado que declare el árbitro. Quien no quiera aceptarlo, no debe participar en el juego.
Así pues, también en esto lo que debe tenerse en cuenta es la consideración de la prudencia. Toda la cuestión del llamado “mal menor” debe plantearse como cuestión de prudencia, y, por tanto, casuísticamente, por las diferencias prácticas entre una actuación positiva o una abstención (…) es cierto que la actitud de abstención, perfectamente lícita, tiene un alcance mayor, por cuanto equivale a una repulsa del orden establecido por el poder constituido. En otras palabras: no participar en el sufragio es una oposición no solo a un acto concreto de la potestad, sino a todo el orden establecido por ella. Con todo, no implica un desacato a la potestad misma y, por ello, es lícita la abstención. Esto, aparte de que, como se dice conclusivamente en el estudio antes citado, “la política del mal menor es la política del mal mayor”, por los efectos actuales de la claudicación de principios que tal “política” siempre supone. Solo por el afán de adhesión a las corrientes dominantes de un momento histórico puede explicarse la obcecación doctrinal que ha llevado a una declaración de autoridad que grava tan innecesaria e indebidamente la conciencia de los fieles con el nuevo y supuesto deber de participar en las elecciones, cuando en otras ocasiones moralmente más apremiantes se optó por un desorientador silencio. En el fondo, sería como si se hubiese impuesto a los cristianos de la época de Nerón el deber de participar en los actos oficiales del culto imperial, siempre en virtud del “mal menor”, porque, en efecto, el dominio del emperador romano era “menos malo” que la anarquía que podría ser la consecuencia de la insubordinación contra el orden oficial de la época. Pero es claro que el deber de acatar la potestad de Nerón no conlleva la de aceptar el orden oficial por él impuesto, pues, como hemos recordado, hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Hechos V, 29) y no hay diferencia esencial entre la potestad de Nerón y la de los nuevos gobiernos democráticos, cuyo anti cristianismo es, desde luego, mucho menos disculpable que el del ignorante Nerón.