En las crisis supremas suelen los humildes ver con más lucidez que los hábiles. Yo tengo el presentimiento de que la hora de una catástrofe social, preparada por tres siglos de herejías y uno de ateísmo, está próxima, y que se va a dividir de nuevo la historia con una edad que termina y con otra que comienza.
Y temo que el día en que se apague una lucecilla que arde en la colina del Vaticano, lanzando melancólicos resplandores sobre la iniquidad de un mundo ingrato; el día en que −cumplida la misión providencial de haber llevado hasta el último límite la misericordia Divina para preparar el camino de la justicia− la luz se apague, puede ser que un viento de muerte sacuda la pesada atmósfera que gravita sobre las almas, y que, en el momento en que una turba insensata, acaudillada por los apóstoles de la impiedad, escale los muros del templo para arrancar de la techumbre social la Cruz de Cristo, que es y será siempre el pararrayos espiritual contra todas las tempestades de la vida, puede ser que una nube sombría y tormentosa invada los horizontes y los ilumine súbitamente con la centella que rasgue sus entrañas, para que veamos avanzar sobre el suelo, calcinado por la revolución, de esta Europa apóstata y cobarde una ola negra, muy negra, coronada de espumas ensangrentadas, que arrastre, entre sus aguas impuras, astillas de tronos y fragmentos de altares, y que dé comienzo a una noche funeral que se cierna sobre la tierra y parezca interrumpir la historia.
Juan Vázquez de Mella, 29 de julio de 1902 en Santiago de Compostela.