La editorial navarra Gómez publicaba en 1965 un interesantísimo folleto, titulado Los fueros como expresión de libertades y raíz de España, que recogía un discurso pronunciado por José Ángel Zubiaur Alegre en el Teatro Buenos Aires de Bilbao, el 25 de octubre del año anterior, en un acto convocado por la Junta Señorial de Vizcaya de la Comunión Tradicionalista. A través de sus veintisiete páginas, el ex-diputado foral de Navarra desgrana el significado del fuero con sugestivos apuntes -por ejemplo, al presentar el centralismo como la antecámara de la revolución- y curiosos guiños al momento político, con un cierto sentido de oportunismo que no era infrecuente en el carlismo oficial de la época -como el comentario sobre la unidad de destino en lo universal o el principio foralista aplicado a una organización europea. Zubiaur nunca olvidó que cualquier intento de restauración debía pasar por los fueros, continuación de las Españas.
El foralismo, enclavado en el tetralema, tiene gran importancia actual pues se trata de un bastión de libertad. Frente a la fórmula positivista que defiende al Estado como único órgano con derecho a erigir un sistema legislativo, y frente a la absorción de todo tipo de funciones por el Estado, el Carlismo abanderó el principio «Más sociedad y menos Estado». Tal principio no tardaría en ser reconocido por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno, con la denominación de principio de subsidiariedad, según el cual los organismos superiores pueden suplir, pero nunca suplantar a las inferiores.
El Carlismo siempre combatió la centralización política y administrativa y persiguió la restauración de la personalidad política de las regiones —opuesta tanto al centralismo como al separatismo—, la autarquía (principio jurídico, no económico) y el sistema de libertades concretas que permite armonizar el bien personal y el común de toda la sociedad. Y tanto el liberalismo como el socialismo han remado en la dirección contraria, al erigir el Leviatán que aplasta cualquier autonomía propia y niega toda diversidad. La tradición, sufragio de los siglos, con su constitución histórica y federativa de la sociedad, desaparece con la aplicación de los patrones racionalistas del constitucionalismo liberal.
El 15 de abril de 1859, Aparisi y Guijarro clamaba en su tribuna: «perdonadme, señores, la expresión, si es algún tanto bárbara: es muy fácil hacer fueros, hacer leyes, hacer constituciones; pero es muy difícil hacer costumbres». El valenciano ponía el dedo en la llaga al resaltar la inadecuación de las leyes a la realidad en la legislación del Derecho Nuevo. Tal como decía el Ideario de Jaime del Burgo, no puede existir la misma legislación para todas las regiones, lo mismo que «un chaleco que confecciona un sastre, no viene bien a todos los hombres». La igualdad del hombre nunca existió y la Cristiandad y el mundo antiguo, por sentido común, se articularon en torno a las diferencias. Cada territorio y grupo social se organizaron según las necesidades de cada momento y lugar, y así constituyeron, en cierta manera, una democracia jerárquica, donde el verticalismo no tenía cabida. El fuero no era, ni es, un privilegio ni un resabio egoísta que afrente al español.El algarrobo y la encina
Como respuesta a los problemas generados por el centralismo, el Estado ideó el Estatuto, figura revolucionaria que intentaba suplir el fuero, como recordó Víctor Pradera. De nuevo, el tradicionalismo recordó que las fórmulas de laboratorio eran ajenas a la tradición y nunca han faltado voces para denunciar los engaños de semejante suplantación. Así, Vallet de Goytisolo, ya auguró, en 1982, que «los parlamentos regionales pueden llevar hasta su propio terreno la mentalidad jurídica racionalista, operativa y utópica de derecho legislado que todo lo quiere regular, organizar y transformar, de acuerdo con los modelos creados con caldo de cabeza».