Se anda celebrando en estos días el trigésimo aniversario de la «adhesión de España» a la Unión Europea, que es tanto como si el sifilítico terminal celebrase la fecha en la que contrajo el treponema. Treinta años de sometimiento y esclavitud, de desnaturalización y extrañamiento que han dejado a España convertida en un harapo en todos los órdenes, una colonia de cipayos que, mientras son ordeñados concienzudamente, mientras son despojados de sus tradiciones, mientras contemplan los muros desmoronados de la patria, siguen farfullando memeces sobre los años de «prosperidad» que la «adhesión» nos ha brindado y (risum teneatis) sobre una Europa de fantasía fundada en el cristianismo, la filosofía griega y el derecho romano. Como diría Manolo Morán en Bienvenido, míster Marshall: «Cursiladas y mamarrachadas».
Europa (la Europa verdadera, no esa versión de merengue que se han inventado los noños y los meapilas) nació de la ruptura con el cristianismo, la filosofía griega y el derecho romano. La Europa verdadera nació como muy bien explica Elías de Tejada de la ruptura religiosa de Lutero, la ruptura ética de Maquiavelo, la ruptura política de Bodino, la ruptura jurídica de Hobbes y la ruptura social de la Paz de Westfalia; y estas cinco rupturas hallarían su desembocadura común en los procesos revolucionarios, de neta inspiración antiespañola. Pues el propósito de Europa fue siempre destruir España, algo que empezó a lograr a comienzos del XIX, hasta la rendición definitiva, consumada con la «adhesión» (en realidad rendición) de España a la UE.
El profesor Miguel Ayuso, en El Estado en su laberinto, ha estudiado los destrozos políticos que ha causado nuestra rendición a la UE. Europa ha sido, en efecto, la culpable principal del clima «postestatal» que se respira en España, mediante la «transferencia de competencias estatales que implican su abandono y no una simple delegación» a brumosos organismos burocráticos con sede en Bruselas; así como de la dispersión del poder político en grotescos entes autonómicos que sólo se reconocen en una supranacionalidad europea igualmente grotesca. Toda esta desnaturalización y desintegración política nos refiere Ayuso nos ha convertido en rehenes de «organismos supranacionales que se han evidenciado vacíos de toda idea moral, como no lo sea la muy vaga y hasta aniquilante del pacifismo a ultranza». Esta debilitación del Estado señala también Ayuso ha culminado con «la rendición de la política a la administración del economicismo» al servicio de un neolibelismo globalizador que favorece a las grandes corporaciones multinacionales, a costa de desbaratar la economía natural de las naciones.
La UE nos ha destruido políticamente; ha arruinado nuestra economía natural (sobornando a agricultores y ganaderos, cerrando nuestras fábricas y convirtiéndonos en suministradores de «servicios»); ha aniquilado todo vestigio de justicia social (todas las reformas laborales que hemos padecido han sido impuestas por los peleles de Bruselas, al servicio de la plutocracia internacional); y, en fin, ha arrasado nuestras tradiciones seculares, convirtiéndonos en masa cretinizada, desdiosada y «multicultural». ¡Ah, y nos ha facilitado el «acceso libre al porno», como señaló orgulloso el botarate que preside el Partido Popular Europeo!
Ese descenso a la mierda es lo que celebramos en estos días. Pobre España, humillada, mendicante y genuflexa, convertida en sanatorio de sifilíticos terminales que le ponen una tarta con velitas al treponema que los convirtió en eunucos.