La devoción al Sagrado Corazón de Nuestro Redentor, tan rica en valor teológico y espiritual, no tiene sólo una dimensión individual, sino que su profunda verdad se desborda también en significación política. El augusto misterio del misericordioso Corazón humano del Verbo encarnado no encierra sólo el secreto de la felicidad individual, sino que, como no podía ser de otro modo, ese misterio confirma todo lo que la fe y la razón nos enseñan sobre la criatura humana: que ha sido creada libre y social al mismo tiempo y por lo tanto, no hay remedio, ni espiritual ni material, que beneficie verdaderamente al hombre singular que no tenga un alcance y una misión para toda la sociedad humana.
Así pues, como no hay verdadera esperanza para cada uno de los hombres fuera de las entrañas misericordiosas de Nuestro Señor Jesucristo, así tampoco hay esperanza ninguna para las sociedades que como tales no se someten y confían a los cuidados del Sagrado Corazón de Jesús.
Por lo cual, plugo al Cielo revelar progresivamente a su pueblo la necesidad de que las sociedades, las familias y los individuos se consagrasen al Sacratísimo Corazón del Salvador, primero para dar la gloria debida al Nombre de Dios y, además, como remedio indispensable para el bien de las almas y para el bien común temporal de los pueblos.
Durante la Edad Media, esta devoción se consolidó, y escogidas almas fueron providenciales para este desarrollo, tales como Santa Gertrudis, Santa Matilde o la Beata Ángela de Foliño. En el siglo XVII, Dios quiso dar un particular impulso a esta verdad salutífera con los mensajes a Santa Margarita María de Alacoque. En el siglo siguiente, el mismo Jesucristo manifestó a Bernardo Hoyos S.I.: «Reinaré en España, y con más veneración que en otras partes».
La omnisciencia de la Santísima Trinidad conocía los derroteros de enfriamiento de la fe que esperaban a los reinos cristianos y, con providencia infinita, dispuso ofrecernos anticipadamente el remedio para los males que nos aguardaban.
El 16 de enero de 1875, Su Santidad Pío IX pidió a los gobernantes que se consagrase el universo cristiano al Sagrado Corazón de Jesús. En plena guerra, el Rey y el pueblo carlista cumplieron fielmente con los deseos del Romano Pontífice en varios lugares de España y, con particular solemnidad y con presencia del Rey Don Carlos VII, en Orduña.
Más adelante, su hermano, el Rey Don Alfonso Carlos, que incluso se había anticipado en 1873, cuando era aún Infante, en el Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, a hacer la consagración del Ejército de Cataluña y Aragón, en su Declaración de 3 de junio de 1932 dijo: «Yo, en mi firme voluntad, en este día en que la Iglesia celebra la fiesta del Deífico Corazón, prometo solemnemente que, si la Divina Providencia dispone que sea yo llamado a regir los destinos de España, será entronizado el Sagrado Corazón de Jesús en el escudo nacional, siendo colocado sobre las flores de lis de la Casa de Anjou y entre los cuarteles de Castilla y León, bajo la Corona Real».
Finalmente, el Rey Don Javier, en 1966 renovó en el Cerro de los Ángeles la Consagración de España al Sagrado Corazón, ante el nuevo monumento levantado tras la Cruzada de Liberación.