Las palabras plasmadas en las actas del Vaticano II (Dignitatis humanae, § 3, en Concilio Vaticano II, B.A.C., Madrid 1966, p. 688), bastaron para sumir al carlismo en una crisis sin precedentes. Porque, entendidas a secas y sin más consideración, niegan la obligación de prohibir la libertad de cultos, que se sigue de lo que Mella llamaba principio católico [que dice: “La Iglesia es la depositaria de la revelación y su órgano social infalible, y tiene por tanto, derecho a que su dogma, su culto y jerarquía sean norma y límite de la libertad humana”]. Lo cual, en buena lógica, conllevaría necesariamente la negación del principio mismo. (…)
Ahora bien, como el carlismo se ha caracterizado por ser un partido cuyo programa, en palabras de Carlos VII, tiene como principio esencial la defensa de la unidad católica (Carta al Marqués de Cerralbo, 1899) y, por otra parte, eso lo hacía con la seguridad de ser fiel a Roma, no es de extrañar la dolorosa perplejidad en que este texto sumió al carlismo. Y, de tal perplejidad, a que el carlismo sufriera unas escisiones radicales -mucho más que cualquiera de las sufridas con anterioridad- no hubo más que un paso.
En esa tesitura, las opciones que quedaban al carlismo han venido a coincidir con sus divisiones efectivas. Divisiones que a veces no son ya accidentales y transitorias, como las que se debieron a diferencias de opinión sobre la política internacional, a disputas dinásticas o a enfrentamientos personales, sino que son diferencias esenciales y definitivas.
La primera discrepancia surgió de la dicotomía entre seguir las actuales directrices de los eclesiásticos o permanecer fieles a la enseñanza perenne de la Iglesia Romana. Puestos a adoptar la primera de estas opciones, lo más lógico y honrado hubiera sido desparecer: si para los nuevos eclesiásticos fueron errores históricos las cruzadas, las guerras de religión y la Inquisición, con igual razón debería declararse que el carlismo ha sido un error sólo justificable por la ignorancia. Si la libertad de cultos es una obligación de los gobernantes, al igual que la aconfesionalidad del Estado, las guerras que los carlistas mantuvieron contra todo ello fueron un error, un error sangriento, y tendríamos que arrepentirnos de haber militado en sus filas. Sin duda, muchos carlistas de antaño, convencidos en Navarra y en otro lugares por los párrocos del progresismo católico, han optado por esta solución y han abandonado en masa las filas del carlismo o, cuando menos, han quedado moralmente incapacitados para transmitir nuestros ideales a sus descendientes.
Pero quienes dirigen grupos de cualquier naturaleza son muy poco proclives a la disolución del grupo y a retornar a sus hogares, abandonando toda veleidad de poder. De tan laudable y humana inclinación nació, entre los parciales de esa primera opción, la idea de acomodar el carlismo a las nuevas directrices eclesiales. Dado que el carlismo es un grupo o, si se quiere, un partido político católico, cosa imposible según el espíritu de tales directrices, sólo cabe hacer la remodelación, bien quitando lo de católico, bien suprimiendo lo de político. Los seguidores de Carlos Hugo optaron por lo primero, y se olvidaron del catolicismo, para convertirse en el partido socialista-separatista que todos conocemos. Otros -y a partir de aquí no hablo de nadie en particular- mantuvieron lo de católico, pero dejaron lo de político, para substituirlo, unas veces, por lo folklórico y otras por lo parroquial. Así surgieron grupos de carlismo folklórico o histórico, similares a Sociedades de Amigos como la del Museo Paleontológico o la de la Comida China, que dedican sus desvelos a juegos florales, a excursiones y a la venta de chapelas e insignias, sin mayor preocupación. Y también nació el carlismo parroquial, entregado a la catequesis, a las obras de caridad, a formar grupos de boy-scouts y, todo lo más, a la defensa de la familia, que es lo más próximo a la política que se permite defender a los católicos activos de nuestros días.
Lejos de mí decir que en estas últimas cosas haya nada de reprochable, salvo que así entendidas las actividades del carlismo, serán lo que sea, pero no carlismo. Porque éste siempre ha sido una agrupación de fines políticos conforme a las enseñanzas de la religión católica. Es decir ha tenido por finalidad defender en la política activa y, en su defecto, con las armas, a la vez la Religión, la Patria y al Rey.
(J. M. Gambra: “El carlismo y la libertad religiosa”. En A los 175 años de carlismo. M. Ayuso ed., Itinerarios, Madrid 2011, pp. 523-525).
(J. M. Gambra: “El carlismo y la libertad religiosa”. En A los 175 años de carlismo. M. Ayuso ed., Itinerarios, Madrid 2011, pp. 523-525).