No es dable entender la historia de las Españas si nos empeñamos en juzgar la edad dorada en que fuimos bandera universal y poderosa con los criterios de nuestro siglo, ni mucho menos si nos empeñamos, como suele suceder por desgracia, en usar de las retrasadas perspectivas deciminónicas. Para calibrar la realidad de las Españas clásicas es necesario dar de lado a los estrechos conceptos de nacionalismo y abrir los ojos a los fecundos gérmenes del ideario tradicionalista.
El nacionalismo fue, en la historia de las ideas políticas, hijo del positivismo. En aras de repudiar aquel sentido de lo histórico, los positivistas, que ya redujeron el hombre a recortada biología, pretendieron postergar la historia a sencillo apéndice de la naturaleza. Saltóse desde la naturaleza a aquel saber nuevo bárbaramente llamado Sociología, buscando entender las conexiones humanas con uso exclusivo de los datos que la naturaleza aportó.(...)
Es la historia que perdura lo que caracteriza a los grupos humanos. Los rasgos físicos valen, sí, más no por sí mismos, ni inmediatamente; cuentan en la medida en que han sido capaces de incidir en el proceso histórico de un pueblo. La raza, la lengua o la geografía han servido para matizar un proceso humano secular, o sea, para caracterizar una Tradición. Y cuentan sólo en la proporción en que ayudaron al desenvolvimiento del proceso histórico que cuajó en la Tradición, pasado vivo, diferenciadora entre las gentes.
El orbe de las Españas no ha de ser mirado desde ese retrasado positivismo de las nacionalidades entendidas a lo positivista, sino desde el ángulo de un tradicionalismo que asuma las realidades del quehacer histórico. Porque las Españas fueron una Monarquía federativa y misionera, varia y católica, formada por un manojo de pueblos dotados de peculiaridades de toda especie, raciales, lingüísticas, políticas, jurídicas y culturales, pero, eso sí, todos unidos por dos lazos indestructibles: la fe en el mismo Dios y la fidelidad al mismo Rey. Tan cierto es esto que dos hechos aparecen con luminosidad cegadora a cualquier estudioso de nuestros años magnos: primero, la monarquía era tan varia que hasta en los títulos variaba, pues que no había Rey de España, sino rey de Castilla o de Nápoles, duque de Milán o del Brabante, señor de Vizcaya o de Kandi, marqués del Finale o de Oristán, conde de Barcelona o del Franco-Condado; segundo, cada una de estas arquitecturas políticas de las Españas supusieron la autonomía institucional y la libertad, autonomía y libertad perdidas por dichos pueblos desde Cerdeña al Artois o desde Flandes a Sicilia, cuando la fuerza de las armas --y quede claro que jamás la voluntad de los pueblos españolísimos siempre-- las hicieron salir de la confederación de las Españas.
Francisco Elías de Tejada. El Franco-Condado Hispánico. Ediciones Jurra, Sevilla 1975. Capítulo I Puntos de Partida. 1. Presupuestos doctrinales.
Fuente: http://elmatinercarli.blogspot.com.es/2011/09/la-configuracion-de-las-espanas-aureas.html
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