FUNDAMENTO DE LA REPRESENTACIÓN COLECTIVA
La representación no debe ser un derecho atomizado, individual; porque el individuo es absolutamente irrepresentable. Su constitución psicológica y peculiar no la puede representar nadie; la representa él sólo. Lo que es representable es el grupo, la clase; y así se dará una representación social, según la cual se es mandatario de una fuerza social, una especie de gestor de negocios ajenos y que tienen el derecho de representarlos por la imposibilidad material de que se representen a sí mismos; pero no será el ejercicio de una soberanía que los que la poseen no pueden nunca ejercer.
Entonces, siendo la representación social, y no individual, el mandato imperativo ligará a los representantes con los representados. Entonces las Cortes, no serán soberanas en el sentido de que representen una parte o fragmento de la soberanía política, pues serán la expresión de la soberanía social, que la limitará, que la ayudará y auxiliará, y que la contendrá en sus desbordamientos; pero no será un fragmento de ella.
Así surgirán dos regímenes distintos, y ya no se planteará el problema de los partidos y de los fragmentos de partido, pues los substituirán aquéllos que yo he llamado alguna vez partidos circunstanciales. Si hay la representación de las clases sociales en los Parlamentos, que son los permanentes, habrá a su lado, según los intereses momentáneos, partidos, que pueden no ser dos, sino varios, hasta una docena; y puede haber una cuestión, por ejemplo, la internacional, en que varios elementos estén conformes, aunque esos mismos elementos no lo estén en cuestiones de enseñanza y hacienda.
Y así sucederá que, si los que representan estas tendencias suben al Poder y logran allí realizar su propósito y están coronados por el éxito, el otro partido no tendrá razón de ser, se deshará, dejará de existir; y, en cambio, si viene el fracaso, el otro podrá substituirlo. Pero queda algo subsistente, permanente, que son las clases, que no estarán postergadas y suprimidas por los partidos mudables. Porque ahora, observadlo bien: si os fijáis en el conjunto de ese Parlamento Español y lo comparáis con el Parlamento francés o el italiano, veréis como, evidentemente, hay una composición distinta de partidos y grupos, muy diferentes en extensión; pero, como la cantidad no muda la especie, en cuanto a la cualidad persisten y están representados en ellos las mismas aspiraciones y los mismos principios políticos. Ahora bien: si fueran las clases de lo que se tratara, la cosa variaría mucho; las diferencias serían grandes, porque las clases varían, no sólo de país a país, sino también de región a región y de localidad a localidad; y así, entre un Parlamento español, representando todas las clases españolas, y unas Cortes regionales, como las Cortes de Cataluña, representando todas las clases de Cataluña, existirían diferencias substanciales.
Y ved ahora si, con mucha más razón, no serían mayores las diferencias si se comparan en el conjunto, con las de otros países, cuando se compara la representación social y no la representación oligárquica de partido.Por todo eso, la masa nacional no puede conocer todos los grandes problemas que hoy se plantean en los Parlamentos, lo mismo sociales que políticos y económicos, porque no está capacitada para conocerlos; y no pudiendo conocerlos, no puede manifestar su voluntad acerca de ellos, ya que primero es conocer las cosas y después viene el quererlas, si es que son dignas y merecedoras de que se las quiera, pues el pensamiento precede a la volición.
Juan Vázquez de Mella (conferencia en el teatro Goya de Barcelona, 5 de junio de 1921).
Como el hombre abstracto no se encuentra en la realidad y el verdadero individuo es irrepresentable, ¿qué es lo que queréis vosotros representar en el Parlamento? Lo que se da es el hombre concreto, el hombre-grupo, que pertenece siempre a una clase determinada. Al hablar de clases aquí, aquellos de vosotros que seguís con atención el movimiento científico contemporáneo -aunque pongáis mucha más atención en el que se desarrolla en el campo de la heterodoxia que no en aquél, que, por reaccionario, medieval, atávico y regresivo, según lo que yo llamé dialéctica de los motes, se desenvuelve en el campo católico-, todos advertiréis que ya no es medieval, ni de la edad gentílica tampoco, esa teoría de las clases; que hay publicista moderno que, queriendo darle fundamentos nuevos, ha pretendido encontrarlos en reacciones y en acciones químicas, y otro que ha querido invocar como fundamento de ellas leyes físicas y biológicas, aunque, por lo general, todos han reconocido aquellos principios que habían sentado ya los maestros del Liceo y de la Academia, buscando su raíz en la misma naturaleza humana y estableciendo en ella su fundamento psicológico y sociológico.
Juan Vázquez de Mella (discurso en el Congreso, 27 de febrero de 1908).
EL SISTEMA REPRESENTATIVO TRADICIONAL
Complemento natural de la libertad regional es aquella magnífica y asombrosa institución que surge de las entrañas e nuestra propia Historia, aquella hermosa y fecunda doctrina representativa, simbolizada en nuestras antiguas y veneradas Cortes. Y al hablar de las antiguas Cortes no me refiero sólo a las de Castilla, que fueron, por cierto, y por causas que no voy a examinar ahora, quizá más embrionarias y menos desarrolladas que las de los demás reinos de España. Ya sé yo que no llegaron a completo término aquello principios representativos que tan profundo arraigo tenían en la sociedad medieval, que apenas existió un señorío de ciertas proporciones sin sus juntas o pequeñas Cortes, y que no habían podido llegar a su plenitud y lozanía, entre otras causas, por el golpe de retroceso producido por la protesta luterana en la civilización europea, y que originó la Monarquía absoluta del siglo XVI, la cuál fué obstáculo para que alcanzaran el término de su evolución los gérmenes de verdadero régimen representativo que había en el seno de las monarquías cristianas; pero, tomando en conjunto aquel sistema, y sin referirme al del Castilla, ni al de Valencia, ni al de Aragón, ni al de Navarra y Cataluña, que no difieren en lo sustancial entre sí, ni los Estados generales de Francia, ni de los Parlamentos de Inglaterra, ni de las Dietas de Hungría, Polonia y Alemania, porque habían sido la realización varia de un mismo principio inmortal que informaba a las sociedades cristianas en el Edad Media, puedo sintetizarlo en estas cuatro bases fundamentales en que las Cortes se apoyan, y que son: primera, representación por las clases; segunda, incompatibilidad entre el cargo de diputado y toda merced, honor y empleo, exceptuando los que son obtenidos por rigurosa oposición; tercera, el mandato imperativo como vínculo entre el elector y el elegido, y cuarta, aquellas dos atribuciones de las Cortes que consistían en no poder establecerse ningún impuesto nuevo, ni ser variada o modificada ninguna ley fundamental, sin el consentimiento expreso de las Cortes.
Queremos nosotros el régimen corporativo y el de clases porque entendemos que correspondiendo a la misma triple división de la vida y de las facultades humanas, hay en la sociedad, cualquiera que ella sea, una clase que representa principalmente el interés intelectual, como son las corporaciones científicas, las Universidades y las Academias; una clase que representa, antes que todo y principalmente, un interés religioso y moral, como es el clero, y otras que, como el comercio, la agricultura y la industria representan el interés material; y, en una sociedad no improvisada, y con la vida secular como la nuestra, hay la superioridad del mérito reconocido en todos los pueblos, y la formada por prestigios y glorias de nombre históricos constituyendo la aristocracia social y la de sangre, y, con el interés de la defensa y del orden representado por el Ejército y por la Marina, está completado el cuadro de todas las clases sociales que tienen derecho a la representación. Por eso no queremos que sean las Cortes formadas por aquel cuerpo electoral, del cual decía ya Donoso Cortés que era un agregado arbitrario y confuso, que se formaba a una señal convenida y se desvanecía a otra señal, quedando sus miembros dispersos hasta que sonaba de nuevo la voz que les ordenaba juntarse.
No queremos que sea ese arbitrario agregado, en el cuál el médico, el industrial, el sacerdote, el agricultor, el abogado, el militar, todos juntos y confundidos van a hacer surgir aquella representación legítima de intereses tan varios, tan complejos, y a veces tan opuestos; nosotros queremos que las Universidades, las Academias y las Corporaciones científicas, tengan sus propios representantes, que tenga los suyos el Clero, que los tenga la industria, el comercio y la agricultura, y sus especiales mandatarios, la aristocracia y el Ejército.
Queremos también que, como vínculo entre el elector y el elegido, exista el mandato imperativo. Ya sé yo que contra el mandato imperativo han esgrimido sus armas las escuelas doctrinarias; ya sé que contra él dicen que resuelve antes de discutir, y que con eso, en cierto modo, se mata el régimen parlamentario. Si no tuviera más inconveniente que ese, para mí esa era la mejor de sus defensas; pero no es verdad que resuelva antes de discutir, porque puede suceder, y sucede de hecho, que dentro de una clase pueden los electores haber deliberado y discutido ampliamente, y después el procurador mismo puede discutir en las Cortes con aquellos otros procuradores que no hayan recibido expreso mandato imperativo, y el mismo puede no recibirlo para todos los asuntos. No es cierto tampoco aquel axioma político de las escuelas liberales, según el cual el diputado no es representante de una clase, ni de un distrito, sino de la nación entera, esta es una aberración, de la cual, ya en el año 1848, y comentando la Constitución revolucionaria francesa de entonces, se reía Proudhon, el cual decía que, si los diputados representaban a sus diferentes distritos, estaba representada la Nación, y que de ninguna manera podía representar un diputado a todos los distritos de la Nación, ya que en la mayor parte de ellos eran desconocidos los diputados por los distritos, y los distritos por los diputados.
Tiene el mandato imperativo innegables ventajas, y una de ellas es que por medio de él se pueden conocer directamente el Estado de la opinión pública, de ese concepto que tantos servicios os ha prestado, que es una frase hecha que, bien analizada, no puede ser sustentada por los liberales, ya que el sujeto de la opinión requiere dos cosas: el conocimiento de las cuestiones morales y jurídicas, que no puede tener una multitud, y al mismo tiempo una unidad de norma y de criterio, que con la libertad de todas las opiniones se destruye. El estado de la opinión puede ser conocido por el mandato imperativo, ya que, por el número de mandato o poderes que en las Cortes aparezcan, se puede saber perfectamente cuando están divididos en el país los pareceres y cuando hay cierta uniformidad o cierto parecer común, ya en cada clase, ya en todas juntas.
Ofrece también otra ventaja inmensa que no puede existir con los sistemas parlamentarios modernos. ¿Sabéis cuál es esa ventaja que reporta? La de no poder violar la verdadera voluntad del país: es decir, que los que sean elegidos no prometerán una cosa durante el periodo electoral, y después ejecutarán lo contrario cuando tengan la investidura de diputado.
Sucederá otra cosa y de suma importancia: que no podrán existir en las Cortes mayorías oficiales, mayorías que voten según la voluntad del Gabinete, sino mayorías populares que voten según la voluntad de sus representados.
Con la incompatibilidad del cargo de diputado con todo honor, merced o empleo que no fuese obtenido en rigurosa oposición, se lograría evitar una de las principales fuentes que pueden existir de corrupción parlamentaria. No podría un diputado ni siquiera ser representante a un tiempo de un distrito y de poderosas sociedades industriales que reciban subvenciones del presupuesto. No podría, por lo mismo, echarse sobre sí la nota que pudiera ser denigrante, y que ahora además puede ser cierta, de que no votaba libremente, sino por complacencias, por halagos o por mercedes recibidas o prometidas. Por eso es de completa necesidad establecer esa incompatibilidad, para evitar las corruptelas, podredumbres y prevaricaciones parlamentarias.
Consideramos también que las Cortes tienen dos oficios, porque tienen que cumplir una doble misión; ayudar a gobernar, sin se cámaras cosoberanas que usurpan las atribuciones del Monarca -el cual debe reinar y gobernar, sin estar sujeto a la humillante tutela de un Gabinete que concentra en sí todos los poderes, y responder con responsabilidad social-, y limitar y contener la autoridad soberana, para que no se salga de su órbita propia.
Consecuencia de esas funciones son la exposición de las necesidades de los pueblos, y la petición de sus remedios, ya por disposiciones particulares o por leyes, y el que no sea impuesta ninguna contribución ni cambiada ninguna ley fundamental sin previo consentimiento; prerrogativas de que se ha hablado antes, y que, con otras menos importantes y la del juramento mutuo al comenzar el reinado, de una u otra manera han existido siempre en las antiguas Cortes españolas cuando llegaron a tener algún desarrollo.
De aquí se deduce que dentro de nuestra monarquía es absolutamente imposible toda tiranía. No pueden ser violentadas las conciencias cristianas; pues aquella relación que tiene el Estado con la Iglesia no la fija arbitrariamente por su voluntad el Estado, sociedad inferior, sino la Iglesia, que por su fin es la institución suprema. No puede ser dilapidada nuestra hacienda, porque sin el consentimiento de los súbditos o de los mandatarios no se pueden establecer impuestos nuevos; y, finalmente, no puede ser hollada nuestra libertad porque, para ser alteradas las leyes capitales que la definen y amparan, necesita el concurso y el beneplácito de los mismos gobernados o de sus procuradores. Resulta, pues, que, con nuestro sistema no pueden sufrir menoscabo ni nuestra fe, ni nuestra libertad, ni nuestra Hacienda. Es decir, que en éste régimen, la libertad está en todas partes y la tiranía en ninguna. Viene a ser esto, bien entendido, una Monarquía fuerte y robusta por su poder no parlamentario; representativa, por sus auxilios y limitaciones, y federativa, por las regiones que asocia y enlaza; siendo este calificativo, juntamente con el apellido primogénito de católica, y no el mote de absolutista, el que mejor se cuadra, si se aplican las palabras en su legítimo sentido.
Juan Vázquez de Mella (discurso en el Congreso, 31 de mayo de 1893).
Esa es nuestra Monarquía. Míresela bien, y se verá en ella, con los Consejos, las Comunidades y Hermandades, las Juntas y Diputaciones forales, y las Cortes de los distintos reinos, condados y señoríos, es el organismo tradicional que sobre el suelo de la Patria fueron levantando las generaciones y las centurias católicas.
Tiene en su apoyo la tradición, que es le sufragio universal de los siglos. Se funda en el derecho cristiano y en la voluntad nacional, que no es la movible y caprichosa opinión de un día, sino el voto unánime de las generaciones unidas y animadas por unas mismas creencias e idénticas aspiraciones. Esa Monarquía ha sufrido distintos eclipses; pero su amor y su noción no han extinguido jamás en las inteligencias y corazones españoles. Es la misma que defendía el padre La Bastida en tiempo de Carlos II y Felipe V, la que defendió contra los proyectos de las Cortes de Cádiz Jovellanos, el Barón de Eroles contra el absolutismo de Fernando VII, Magín Ferrer con Carlos V, Balmes con el Conde de Montemolín, y Aparisi con el Duque de Madrid.
Juan Vázquez de Mella (El Correo Español, 20 de diciembre de 1889).