España agoniza de ignorancia desde que olvidó los verdaderos principios religiosos, sociales y políticos. Hace dos siglos que sus clases directoras, las que en toda sociedad digna de tal nombre hacen el oficio de cabeza, han venido abdicando lentamente sus funciones, con lo que dejaron a la multitud, sin pastores ni maestros, en el mayor abandono y la más tremenda confusión.
El mal de España no es otro que la carencia de minorías directoras dignas de tal nombre. Una minoría de conquistadores en el siglo XVI civilizó y evangelizó todo el mundo. Pero aquellos esforzados varones llevaban en una mano la Cruz y esgrimían con la otra la espada. La fuerza abría camino a los misioneros y amparaba sus vidas; con ellos llegaba la verdad.
Hasta el último cuarto del siglo XIX tuvo, sin embargo, la causa de la verdad, ya que no una pléyade de maestros, un crecido número de sacerdotes y prelados que, a riesgo de rigores, repetía sin descanso las condenaciones que, reiteradamente, había lanzado Roma contra los principios fundamentales del entonces llamado Estado nuevo. Mientras no faltaron quienes predicaran contra el liberalismo, la separación de la Iglesia y del Estado, el matrimonio civil, el divorcio, la escuela sin Dios, hubo luchadores que salieron al campo a defender a precio de su vida las bases de la civilización cristiana.
Pero llegó un tiempo en que se pretendió conciliar los principios de la Revolución con el interés egoísta de los católicos. Tras D. Alejandro Pidal, fueron muchos los prelados, los religiosos y los seglares que quisieron convivir con la Revolución disimulada y sorda que, para desgracia de España, inoculó Cánovas en las instituciones de la Monarquía restaurada. Fueron registrándose bajas entre los defensores de la verdad íntegra, con lo que se dilataba el campo de los satisfechos con las exterioridades de una Monarquía católica; y así transcurrían aquellos días de España, aparentemente apacibles, entre los que es preciso contar como especialmente lamentable aquel del año 1906, en que, no obstante haber sido vencida en reñida contienda la llamada teoría del «mal menor», la parte más importante del catolicismo español se decidió a ingresar alegremente en el anatematizado Estado liberal que de un modo fatal, por razón de su misma esencia, había necesariamente de arrastramos a la situación presente.
No faltó entonces quien propagara, con reiteración, máximas tan falsas como la de que el derecho público no es católico ni protestante; ni quien sostuviera la torpe afirmación de que el día en que los anarquistas conquistaran la cumbre de la legitimidad por medio del sufragio, había que acatar al anarquismo. Los maestros del catolicismo español prefirieron, tras largas décadas de lucha, reconciliarse con el Poder público para vivir tranquilamente durante algún tiempo, mientras daban al olvido el deber elemental de advertir a los demás del peligro que se les venía encima, y ungían, poco menos que como a caudillo del catolicismo español, al mismo hombre que sustentaba con tan buena voluntad como grave error las dañosas doctrinas.
En aquel medio de paz aparente y progreso material, de euforia y optimismo de todas nuestras clases directoras, políticas, eclesiásticas, militares e intelectuales, eran voces que clamaban en el desierto los que –fundadas en la verdad y en la historia– se hacían oír de vez en vez; en 1910, por ejemplo, era Menéndez y Pelayo quien, con ocasión del centenario de Balmes, pronunciaba aquellas palabras tantas veces reproducidas en nuestras columnas: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y, corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia los hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía». En 1913 era Vázquez Mella quien, ante el nuevo ataque que los ministros de la sedicente Monarquía Católica dirigieran contra la Iglesia, exclamaba: «¿Volverá el silencio a extender sus negras alas sobre nosotros y a recogerlas sólo algún tiempo para que se oiga y se perciba mejor el crujido del templo que se desmorona, de la lámpara del santuario que cae, de las disputas de los fieles entre sí, y hasta el sollozo de los cruzados que dejan en el suelo las espadas para llevarse a los ojos los pañuelos?». Y más adelante añadía: «Cuando no se puede gobernar desde el Estado con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho. ¿Y cuando no se puede gobernar con el derecho solo, porque el Poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza para mantener el derecho y para imponerle. ¿Y cuando no existe la fuerza? Nunca falta en las naciones que no han abandonado totalmente a Cristo, y menos en España; pero si llegara a faltar por la desorganización, ¿qué se hace?, ¿transigir y ceder?; no. Entonces se va a recibirla a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas porque estén los ídolos en el Capitolio».
Nuestras clases directoras, sordas a los repetidos avisos de los pocos hombres clarividentes que había en España, cerrados los ojos a todo estudio profundo de las realidades nacionales, arrumbados los libros de historia y de derecho público cristianos, creyeron, en su ceguera, que España era un edén, un verdadero anticipo de la gloria, y por los días de la consagración oficial de la nación al Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, muchos religiosos y elevadas dignidades eclesiásticas estimaron que había llegado el momento de sustituir en aquella promesa que anuncia que el Corazón de Jesús reinará sobre España el futuro por el presente. La ceguera unánime de esas clases directoras no podía ser más absoluta. A fuerza de no querer enterarse, como era su obligación, de las verdaderas doctrinas que deben regir la vida de los Estados, creían vivir en el mejor de los mundos. Las insistentes y reiteradas enseñanzas de los Pontífices, principalmente de Pío IX, León XIII y Pío X; los terribles vaticinios de Donoso Cortés, Balmes, Aparisi, Menéndez y Pelayo, Nocedal y Mella, por no citar más que autores nacionales; las sombrías perspectivas que se presentaban a la vista de cuantos dirigían su mirada sobre la realidad de la vida española, todo esto permanecía olvidado y desconocido para todos los elementos directores de nuestra vida pública. Convivían gustosos con el sufragio universal, que, según Cánovas profetizó, habrá de llevarnos al comunismo, sin recordar que la Verdad y la Razón son independientes en absoluto, y las más de las veces, contrarias de la voluntad de la multitud; respetaban, sin combatirlas, todas las libertades que antaño nuestros obispos y nuestros abuelos atacaron sañudamente titulándolas «libertades de perdición»; nadie protestaba contra la deformación de las inteligencias, producida, so capa de enseñanzas modernas, desde las cátedras universitarias; nadie articulaba tampoco un sistema verdadero de doctrinas, ni recordaba nadie la obligación que se tiene de luchar y morir por ellas.
Los más de los componentes de nuestras clases directoras eran, en su vida privada, hombres bondadosos, bienintencionados y cumplidores de sus deberes religiosos. Pero como se habían dado al olvido las enseñanzas de la Iglesia en orden a la actuación en la vida pública, y como nadie jerárquicamente autorizado se preocupaba de recordarlas, venía a comprobarse una vez más, a nuestra costa, la verdad de aquellas palabras de Le Play: «Los errores, más que los vicios, son los que corrompen a los pueblos».
En tal estado de olvido, o, por mejor decir, de ignorancia de las verdaderas doctrinas sociales y políticas, llegó el año 1923, y con él el advenimiento de la Dictadura. El general Primo de Rivera, cristiano, patriota y esforzado, fue durante algunos años dueño de los destinos de España. Pero por nuestra mala fortuna fue un dictador sin doctrina; la ausencia de ese contenido doctrinal que nadie solvente y autorizado –Iglesia, agrupación cultural o partido político– supo ofrecerle, impidió que llegara a construir nada estable. Y, en 1930, caída la Dictadura, nuestras clases directoras, unánimemente ciegas por su falta de información doctrinal, estimaron llegado el momento de volver al estado de paulatina descomposición desterrado temporalmente en 1923; lamentable operación a la que solía aludirse con una designación que hoy nos parece sangrienta: «la vuelta a la normalidad». Y la vuelta a la normalidad no fue realmente más que el desencadenamiento de una furibunda y calumniosa campaña de prensa y de tribuna, y la reiteración por todos del viejo y manido dislate de que la multitud, por vía del sufragio, era dueña y señora de los destinos de España. Las clases directoras, por culpable ignorancia, había traspasado a las masas el ejercicio de la soberanía, y éstas, en lógico ejercicio de esta soberanía, expulsaron de los puestos directores a los que las habían favorecido. El 14 de abril no fue sino la consecuencia lógica de los principios doctrinales en que se basó la Restauración canovista; y los incendios del 11 de mayo, como las tiránicas y persecutorias leyes posteriores, no eran más que la consecuencia inevitable de las propagandas que durante largos años gozaron del consentimiento y aun de la protección de los ministros de la Monarquía liberal.
Si en 1923 o en 1931 hubiese existido, como en 1870, un partido tradicionalista fuerte en que poder agruparse las masas católicas, muy distintos y más risueños hubieran sido los derroteros de la política española. Pero faltaba ese fuerte partido netamente católico; los jerarcas de la Iglesia española y, siguiendo sus pasos, los más de los religiosos y de los fieles, habían pactado de hecho con los falsos principios de la Revolución a cambio de una precaria tranquilidad; faltaba una escuela seria y fecunda que enseñase y defendiese los dogmas fundamentales de la verdad política y los postulados del derecho público cristiano, fuera de los cuales es imposible hallar la salud e inútil perseguirla.
Para llenar ese vacío nació ACCIÓN ESPAÑOLA, en la que se agruparon inicialmente unas cuantas inteligencias que, individualmente, habían resistido a tanta desastrosa concesión, sin renegar de las verdaderas doctrinas, y venían de los partidos tradicionalistas, del campo católico sin filiación política, o aun de vuelta de algunos de los partidos fieles a la dinastía que acababa de caer. ACCIÓN ESPAÑOLA no intentó monopolizar ninguna doctrina, ni mucho menos pretendió atribuirse la paternidad de la que defiende. Su propósito es más modesto y, a la vez, más generoso. Ha pretendido llenar el vacío que la falta de visión política que aún sigue siendo característica de todos los directores de los grupos que se dicen contrarrevolucionarios, dejaba abandonado para que acaso volviera a colmarlo el error. Por desgracia, la incultura política subsiste, e incluso es fomentada; y así vemos, a beneficio de expedientes de momento, cómo se postergan los problemas doctrinales y la creación de un ambiente saludable. Los partidos contrarrevolucionarios, lejos de dedicarse principalmente a propagar y difundir el ideario que debieran defender, se olvidan de la suprema verdad política de que las ideas gobiernan a los pueblos, y dedican todos sus esfuerzos y energías a servirse de las instituciones revolucionarias, a la vez que familiarizan con ellas a sus afiliados, a las que van tomando apego, con lo que, perdidos de vista los fines perseguidos, se truecan de hecho, a su pesar, en agentes y auxiliares de la Revolución.
El carácter predominantemente electoral de los partidos políticos que se dicen contrarrevolucionarios les ha hecho olvidar, en la preparación de las elecciones y en la lucha por las actas, su verdadera misión de destruir, por todos los medios lícitos, las instituciones revolucionarias y, entre ellas, las falsas libertades y el sufragio universal.
El desconocimiento de las verdades políticas y sociales por parte de las clases directoras durante cerca de dos siglos ha sido la causa de que el mal introducido por los ministros de Carlos III creciese y se propagase, haciendo estériles todos los esfuerzos en contrario, hasta traernos a la angustiosa situación en que nos encontramos. Mientras perdure la incultura política, que hoy continúa reinando, será inútil cuanto se haga para sacarnos del caos actual.
Sólo en el camino del saber encontrará luz la fe patriótica y política, y así solamente los sacrificios y la sangre que habrán de exigirse darán el fruto saludable que no consiguieron obtener los generosos esfuerzos prodigados en el curso del pasado siglo.
LA CAUSA DEL MAL, Eugenio Vegas Latapié; N° 85 de la revista ACCIÓN ESPAÑOLA, 1 de marzo de 1936.